Todos son emprendedores. Sin embargo, esa no es la característica principal que los une. Sus empresas son sustentables económicamente. De hecho, crecieron en los últimos años. Pero ellos también buscan que lo sean social y ambientalmente. Y, para ello, trabajan.
Son pequeñas y medianas compañías pero saben que, con un granito de arena, pueden cambiar el lugar donde trabajan y la comunidad en la que operan.De esto está convencido Martín Isola, quien introdujo el concepto de responsabilidad social empresaria en Metanoia, la firma familiar, fundada por su padre. “La empresa nació en los ’90, con unos talleres de ecología que dábamos en la Facultad de Agronomía. Luego, ampliamos el negocio a programas de concientización”, cuenta. La compañía, que emplea a 25 personas y factura $ 1,8 millón anual, redefinió su core para dedicarse al desarrollo y gestión de programas de RSE vinculados con el mundo social, educativo y laboral.
Pero, tirando abajo la frase que dice “haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”, los Isola buscaron ser coherentes con su trabajo y decidieron diseñar programas de RSE para su propia empresa.
“En Metanoia, tenemos cuatro áreas de trabajo”, explica Isola hijo. Ellas son: Somos Metanoia, que se ocupa del público interno; Verde Metanoia, encargada del medio ambiente; Zona Metanoia, de la comunidad, en este caso, Parque Chas; y Epidemia Metanoia, de la cadena de valor, es decir, “contagiar” éticamente a los proveedores.
Por ejemplo, la empresa ya no hace largas presentaciones a sus clientes sino que se las sube a un FTP creado, especialmente, para ellos. Además, expandió el programa de reciclaje interno a todo el vecindario y se encargó de enseñar a los vecinos a separar la basura. En invierno, da a sus empleados y familiares charlas sobre el uso racional de luz, gas y agua, y organiza ciclos de cine con películas que permitan el debate sobre la RSE. En tanto, firmó con proveedores un pacto ético: se decide por precio, pero entre aquellos que sean igualmente responsables.En el caso de Francisco Mackinlay, fue la crisis de 2001 la que le dio la oportunidad de hacer un aporte a su comunidad. “Venía del mundo corporativo pero, en 2001, la empresa de logística en la cual trabajaba se fue del país”, recuerda. Entonces, decidió formar su propia compañía con Arcos Dorados (McDonald’s Argentina), uno de los principales clientes de su ex empleador.
“Si bien siempre tuve una inquietud social, la crisis me pegó mucho. Y busqué armar una organización que, en las malas, no se ajuste por la gente”, recalca. Hoy, CongelArg emplea a 65 personas y factura $ 15 millones al año, con clientes como Molinos, Disco, Jumbo, Carrefour, Alicorp y Nestlé. Sin embargo, la empleabilidad es sólo unos de los compromisos de Mackinlay. Una vez que la empresa estuvo consolidada, vio que tenía importantes dificultades con los camioneros. “Su problemática familiar es importante, ya que viajan mucho”, cuenta el empresario. Buscó hacer algo al respecto. Invitó a los choferes y sus familias a talleres de capacitación en la empresa. A las mujeres, le enseñaban microemprendimientos y, además, se les daban charlas de formación para la educación de sus hijos, sobre salud, y sobre drogas. También, se invitó a los vecinos de la zona.
Un canal para generar cambiosEl programa duró un año y, al principio, los choferes desconfiaban porque pensaban que se les pediría algo a cambio. Sin embargo, luego de un tiempo, la empresa logró disminuir la alta rotación que tenía y lograr la confianza de sus empleados. Pero, para seguir trabajando con ellos, hoy, la firma, junto a Sembrar Valores, imprime un diario bajo la consigna “hacer familia en ruta”.A su vez, utiliza sus recursos, los camiones, para ayudar a organizaciones sociales a llevar gratuitamente donaciones al interior del país. Y, con la Fundación Compromiso, armó un programa de talleres de mecánica pesada para los jóvenes de la comunidad próximos a terminar el secundario. “A futuro, nos sirve a nosotros y a empresas que trabajan con nosotros”, resalta Mackinlay.
La misma motivación tuvo Renato Poloni cuando fundó Nemo, una empresa rosarina de desarrollo de tecnología, especializada en software para turismo. Si bien la firma nació hace 10 años, después de la crisis empezó a exportar a España y creció exponencialmente. “En cuatro años, pasamos a ser tres compañías, que emplean a 150 personas”, describe Poloni. Enumera: la firma original, un call center y una empresa de marketing. Todas, orientadas al turismo y, por año, facturan $ 5 millones.“En 2001, no me veía en una asamblea barrial. Pero descubrí que mi empresa era el lugar donde podía canalizar mis ganas de generar un cambio”, explica el emprendedor. Asegura que Nemo es una compañía dónde a él le gustaría trabajar: sus empleados reciben clases de inglés y portugués gratis y en horario de trabajo, y disponen de sala de juegos y lecciones de Tai Chi Chuan desde hace cinco años.
Además, la empresa trabaja junto a otras organizaciones del Polo Tecnológico de Rosario en el programa “Una laptop per child”, proyecto en proceso y que es una réplica del de Nicholas Negroponte y del que ya se hace en Uruguay, con 140.000 computadoras otorgadas.El mismo compromiso asumió Carlos Corvalán, pero en Maipú, Mendoza. En 1992, fundó Vivero Isabel, empresa que produce olivos, vides, higueras y nogales y que factura por año $ 2,5 millones, con exportaciones a Uruguay y a Perú.
Con el lema “El desafío de crecer con valores”, la empresa diseñó un plan estratégico en 2004, fijó objetivos y definió la forma de alcanzarlos en los cinco años siguientes. Además, estableció las instancias de evaluación.
Desde un comienzo, la firma, que tiene alto porcentaje de jóvenes de 18 a 30 años entre sus empleados, vio que, si no trabajaba en su capacitación, el rendimiento caería. Sin embargo, luego de dar formación técnica a todos los profesionales de Producción, Corvalán vio que también era necesario apoyarlos en temas personales. Así, tras un acuerdo con un centro de salud, incluyó programas de formación para la familia: salud, educación bucal y educación sexual, entre otros.A principio de este año, la compañía hizo un relevamiento e identificó que 30 empleados del vivero no habían concluido sus estudios secundarios. Mediante un convenio con el Municipio, modificó el horario de trabajo de esas personas para que pudieran tomar clases semipresenciales en las instalaciones del mismo vivero.“Si quiero un país mejor, un provincia mejor y un municipio mejor, tengo que comprometerme”, es el lema de Corvalán, quien asegura que logró crear un lazo de confianza con sus empleados. “Todo se dialoga”, concluye. Pequeños pero sostenidos aportes que hacen que el cambio sea un compromiso de todos.
Juliana Monferrán